lunes, 27 de julio de 2015

Una carta de amor

A veces me pongo a pensar: se dice que uno viaja para conocer, ¿cierto? Pero para qué uno conoce? Para luego dejar lo que conoció?

Éste muchacho pensó que yo me empeñaba ahí por la cascada de fotografo. (Se equivoco y yo tengo la foto)
Pasar nueve meses en Venezuela fue irresponsable, o más bien dicho: imprudente. Cinco meses moviendose por el país, y quizas más impactante: cuatro meses asentado en Mérida. Pensé quedarme, descansar, respirar con los aires de tranquilidad, de estabilidad - aunque sea temporal - y luego simplemente arrancar de nuevo, seguir el viaje. No sé como lo llamaremos: ¿ingenuo?, ¿simplemente estupido? ¿De verdad había pensado, que eso es tan facil? ¿Que uno se queda y luego - como si nada - se va? ¿Como si fuesen 5 minutos del recreo escolar?

Pues sí, no entiendo por qué no se me había ocurrido, que me iba a apegar, acostumbrar, sumergir, enlazar. Y de hecho, eso es lo que pasó. Y es más: como había viajado ya mucho tiempo, en el momento de parada allá en Venezuela, ahí en Mérida, estaba muchisimo más vulnerable, susceptible al apego, guiado por hambre del contacto humano, de cosas normales y diarias para todo el mundo, pero ya olvidadas por uno pasando días sólo en bicicleta. El sabor de café cuando se la bebe junto con alguien, la textura de la piel humana, el placer de ver alguien no solo una vez ahí por la carretera, sino una y otra vez mañana, pasado mañada, en la semana que viene... En la semana, que venía, porque ya estas semanas no vienen.

Otilio Galindes - Pueblos Tristes