Tenías toda la razón. Los olores
saben revivir los recuerdos. Y es más: saben hacerlo de manera
quizá más fuerte que las imágenes, los sonidos o hasta la música.
No, más que música más bien no. Pero igual: tenías razón.
(Es lo cómodo de tener un blog en
español, cuando por ejemplo una persona cómo K., o sea la que tenía
razón, no hable ese idioma.)
Hay algo en el aire de Chiquitanía –
el lejano oriente boliviano – que me hace acordar de estado
Sucre, el lejano oriente venezolano. No sé con exactitud que es eso:
alguna yerba, fragancia de un árbol, olores del pasto o simplemente
la húmedad calentada hasta temperaturas exorbitantes, que parece
hacer sudar no solamente a los seres humanos, sino tambien a las
plantas, los automóviles y al asfalto.
Santa Ana |
Tiene poder el olor. Pasé varias
semanas o hasta meses en el altiplano peruano y boliviano donde, en
general, no hay muchos olores porque, en general, no hay mucha vida.
En las cercanías de Uyuni yacen solamente los campos arenosos de
quinua que no creció éste año por falta completa de lluvias.
Largos monticulos de tierra seca y gris siguen esperando las gotas de
lluvia que no llega. Uno quisiera decir: que no llegará nunca, y
entonces ya los ultimos poblados de altiplano desaparecerán. Los
jovenes bajaran a la selva, los viejos morirán no tanto de hambre,
sino de pena.
Altiplano |
* * *
Tiene poder el olor que cuando uno baja
del altiplano a los valles, el alma se alegra. Cada uno de los árboles por separado hacen nacer una sonrisa, cada uno de los pájaros
se puede escuchar por separado también, pero en cuanto a los olores – eso
es una tormenta que puede hasta emborrachar con su abuntante
variedad. Pero tambien en éste caso, despues de largo ayuno en los
altiplanos, la nariz no solo inhala ésta sopa espesa de fragancias
mezcladas, sino sabe distinguir cada uno de sus ingredients. Y ahí fue que
una de ellos me hizo acordar de Río Caribe. Y no solamente
acordarme, sino que me pintó en la cabeza la imagen completa de
aquellas mañanas en la casa vieja de Daniel, que ya ni es de Daniel,
porque todo cambia, Mercedes Sosa, cambia, todo cambia.
Pasa que me levanto temprano. Me gustan
las mañanas, especialmente en las de tierras cálidas. Ahí la mañana
es el único momente fresco del día, así que simplemente no me lo
puedo perder. Así mismo en Río Caribe me levantaba primero y iba a
la cocina espaciosa a luchar con la cocinilla electrica. Gas no había,
por supuesto, es Venezuela 2015 ya. Entre Río Caribe y Carúpano hay una
sucursal de la empresa nacional que distribuye el gas – y es
monopolista en ésto, por supuesto, en un país que tiene una ley antimonopolio – y ahi, en el portón, alguien
dejó un cartelcito pintado a mano: „no hay gas”. Me provocó
preguntar: „¿entonces que es lo que hay?”, pero no había nadie
para hacerle ésta pregunta.
Leyendo en Río Caribe |
La cocinilla electrica tenía un cable
que cada día se hacía más corto. Es que el cable era demasiado
delgado y por eso, despues de un tiempo de trabajo – un tiempo
relativamente corto – la parte del cable que se conectaba con la
cocinilla se quemaba. Había que desconectar, esperar que el aparato
se enfriase un poquito, luego quitar un poco de plastico que cubría
el alambre escondido en el cable y conectar el alambre con la
cocinilla. Afortunadamente el enchufe se encontraba bajito, o sea que
no se necesitaba un cable muy largo, sin embargo, despues de dos
semanas de mi estadía, la cocinilla casi que colgaba de la pared. Le
hacíamos soportes con piedras, pero un día, a pesar de todos esos
esfuerzos, el viejo cable desapareció por completo. Y ahí si,
hubo que poner otro.
Primero: café. Había traido una bolsa
de Fama de América desde Caracas, comprada en el mercado negro de
Petare, por supuesto, si bien me acuerdo en ese entonces el paquete
de medio kilo costaba 500 bolívares. ¿Se nota que me gustan los
recuerdos? Sí, me gustan. A veces los considero un vicio, pero bueno,
todos tenemos por lo menos uno. Me ponía ropa posiblemente fea,
llevaba sólo el dinero necesario para las compras y bajaba a la
estación de metro Bellas Artes. En La California bajaban todos los
blancos, quedaba yo y la colorida mezcla petareña. Luego estación
Petare, arriba por la escalera, por la puerta a la calle y a buscar:
azucar, harina, leche en polvo, jabón, y, por supuesto, café.
Café colado, Lilia Vera, sueños de
café colado, le echa cuentos al ganado ñenguere madrugador. Éste
café sí lo tomo con azucar, pero ha de ser moreno o papelón. Así
me trae a la boca todo el cosmos caribeño encerrado en el sabor
mañanero con pequeños granitos de café molido que siempre de
alguna manera pasan por la tela del colador y se quedan en los
dientes. Ahí estaba entonces yo, la cocinilla enfriandose ya poco a
poco, la tasa de café sobre la larga mesa de madera, la alta ventana
que salía a la calle – abierta, y desde la calle siempre cuando caminaba alguien, echaba un vistazo a la cocina, a la mesa, al hombre
extraño tomando café y leyendo extensas narraciones de José Manuel
Briceño Guerrero, por ejemplo. Luego venía Daniel, ponía la radio
noventa y ocho punto uno, el nivel más alto, de Margarita, Alí Primera, Margarita, a la Virgen no se quiere solo con perlas, de donde
nos enviaban a travéz del mar, merengues orientales y galerones.
Bueno, lo de galerón realmente no
hacía falta. Por las tardes en la esquina, la misma esquina donde
estaba situada la casa de Daniel, se sentaba un viejo ciego con su
cuatro y le cantaba galerones a los que pasaban, al puesto de
loterías de en frente, al camion de pollos asados al terminar la
calle, al cielo medio nublado y al aire sabor a bolas de cacao.
Siempre alguien se sentaba con el y yo, cómo al fin y al cabo soy
medio tímido, nunca me senté. A unas tres o cuatro cuadras de alli
funcionaba la emisora de Río Caribe que – según dicen – pasa
entre otras cosas la música de autores locales – y sí, los hay,
pues el mismo Gualberto Ibarreto nació ahi cerquita – y siempre me
preguntaba si al ciego se podría escuchar a la vez en la radio y en
la esquina. Y cuando grababan su música, lo hacían ahí mismo, o lo
llevaban al cuartico de la emisora ubicado en una de tantas casas
coloniales del pueblo de colores quemados por el sol del trópico.
Río Caribe |
La harina de maíz que había traido de
Caracas – Petare, estación de metro, la gente blanca baja En La
California, etc. - se terminó rápido. Daniel conseguía harina de
maíz tostado y producía arepas de eso, pero hay que decir,
valorando todo el esfuerzo de Daniel, sabían asqueroso. Cuando vino
Genessis ibamos a comprar pan por las mañanas, pero luego tambien
con el pan la cosa se volvió nada facil. Descubrimos que en un barrio
que, cómo todos los barrios venezolanos, escala desde el pueblo a la
montaña cercana, hay una panadería escondida. El único detalle fue que era
lejos y había que ir dos veces o tener suerte. O sea: ir una vez,
decir: 10, 15, 20 panes, y luego ir otra vez a la hora indicada a
recogerlos. O tener suerte de encontrar panes hechos de una vez. Rara
vez pasaba.
En éste tiempo todavía se conseguían
huevos, asi que arepa, o arepa de maiz tostado, o pan y huevo. Huevo
frito, de preferencia, sólo que no había aceite. Daniel trabajaba
en la fábrica de chocolate donde siempre sobraba algo de manteca de
cacao. Y aunque cierto es que la manteca de cacao huele riquisimo, y
en especial sirve para untar el cuerpo mío y el cuerpo tuyo antes de
hacer el amor, los huevos fritos en manteca de cacao saben por lo
menos raro. Pero bueno, eso es lo que hay, eso es lo que había. Una
vez me puse en serio a buscar el aceite: me dijeren que alguien
vende ahí arriba por el cementerio, luego que más bien abajo, más
alla de la última de las avenidas (que son cuatro), pero en fin no he encontrado nada.
Huevos con manteca de cacao, por qué no.
En cambio Daniel comía sardinas.
Trataba de quitarle esa costumbre, porque la nevera y toda la cocina
despues de abrir la nevera por un sólo ratico olía de manera
insoportable a sardina, pero era una tarea dificil. Compraba yuca,
ocumo, auyama, bueno, lo que había, pero el con su sardina y bueno,
se entiende, dos kilos por cien bolos, ¿te imaginas? Cojinua vendian
por ochocientos. Cuado vino Lourdes compró un kilo y una vez comimos
pescado que no olía tan mal como sardina.
Pero es que Lourdes se la sabía. Es
del puerto, de Carúpano, y compraba pescados desde niña, mientras ni
Daniel, ni menos yo. Se agachaba, miraba por un lado, por otro con
ojos más vivos que los de las aves gigantes que se sentaban algo más
arriba esperando el momento propicio para robar algo de lo que
vendían los pescadores de piel canela o hasta negra de tanto
navegar.
Y así, así fue que preparamos un
almuerzo esquisito un día de aquellos, y de todo lo dicho me acuerda un solo
olor a los matorralos del oriente boliviano. Tiene poder el olor. Y
la memoria, donde no se cambia mucho, otra vez Mercedes Sosa, pero no
cambia mi amor por más lejos que me encuentre y el recuerdo y el
dolor de mi pueblo y de mi gente. Tiene poder el olor.
* * *
Me encuentro en Concepción, Llanos de
Chiquitos, Bolivia. Está lloviendo. Ayer el calor era insoportable,
y ahora la lluvia, que rico. Hace rato que no lo hacía: me desprendí algo de mi vicio,
mis recuerdos. Es que pasaban cosas, había cambios, había trabajos
y otras cosas de pensar: el libro ya publicado, algunos textos nada
malos por ahi, por alla (en polaco, me disculpen), cambios de clima,
nuevas sensaciones, pero también la conciencia: el recuerdo, mi
vicio, es poderoso, puede agarrar y exprimir de uno la sobria
voluntad de trabajar, de seguir adelante, de mirar hacia el futuro
sonriendose, de sentirse fuerte con los planes y visiones, de
sentirse bien sólo. Es que el recuerdo te recuerda no solamente de
las aves del puerto de Río Caribe y de metro de Caracas, sino de
Daniel (arepas), de Genessis (pan y guiso de berenjenas), de Lourdes
(cojinua), de, en fin, de la gente, o mejor dicho: de las personas,
de cada una de ellas por separado. Y ahí sí te das cuenta, que
realmente hacen falta, te imaginas la alegría que darían estando
acá contigo o estando tu allá con ellos, aunque ya no estén donde
antes. Recien lo leí, creo que en Strzezysz, que si en cada lugar
por donde paso dejo una parte de mi, sería ya un colador, sueños de
café colado, no quedaria ya mucho de mi. O más bien es que por
donde paso y a quien lo encuentro, asimilo una parte de esa persona,
o mejor dicho: intercambiamos un pedacito de nosotros y entonces ya
no soy una persona, sino varias, muchas, aunque esas otras personas
esten dormidas. Pero cuando a ratos a mi nariz vienen ciertos olores,
estas otras personas en mi se despiertan, así como me despierto yo
al solo ver a la serpiente humeante que se levanta de la tasa de café
por las mañanas frescas de Río Caribe o de donde sea.
Me traslade contigo a ese ambiente, es inolvidable, pero cambiante, cuando se vuelve el tisudi tiempo le da otros colores, tonos diferentesbien por ti, tienes buen verbo, cuídate
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